
La condición de subordinación en la que ha vivido la mujer a través de la historia cristiana, se presenta como el resultado de una decisión divina: un castigo de Dios. El hombre contra la mujer por su participación en el pecado original. Ya en el Antiguo Testamento la mujer aparece como lo negativo, símbolo de la carne, de la tentación, con una Eva sin entidad propia, fruto de la costilla del hombre representando el pecado, el mal, quien además era la responsable de la muerte y el dolor de toda la humanidad.
La Iglesia Católica ampara la misoginia, como queda demostrado a lo largo de la historia. Santo Tomas de Aquino, de la Orden Dominicana, escribe así en su Suma Teológica “la mujer es una cosa imperfecta y ocasional, se halla sometido al hombre, en quien naturalmente hay mejor discernimiento de la razón”
Tertuliano de Cartago, apologista cristiano, escribió que “cada mujer debiera estar caminando como Eva, acongojada y arrepentida, y como castigo debía sentir el dolor de dar a luz a los hijos, necesitando del marido y siendo dominada por éste”.
En la Carta de los Obispos de la Iglesia Católica sobre la colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y l Mundo, publicado por el Vaticano el 31 de Julio del 2004, expone la clara animadversión hacia la mujer en defensa del Dios Varón.

Esta reflexión no es contra la religión, sino específicamente contra las manifestaciones discriminatorias que se solapan tras el lenguaje religioso y que se estiman como productos de la historia. Son los hombres (varones y mujeres) los que han consolidado la desigualdad como medio de cumplir funciones sociales específicas; por ejemplo la segregación del ámbito de lo femenino (la casa y la crianza, con una multiplicación de los valores simbólicos de lo íntimo) del de lo masculino (volcado a lo exterior) pudo resultar una adaptación puntual y eficaz. Por tanto pueden redefinirse las pautas convivenciales y los mecanismos ideológicos que las justifican.
La teología feminista, muy activa, por ejemplo en el seno del catolicismo, no se propone desmontar la religión, sino las justificaciones de la discriminación: por ejemplo en lo relativo al sacerdocio femenino, y frente al argumento de que los carismas sacerdotales solo los otorga el Espíritu Santo a los varones, contestan que no es que la tercera persona de la Trinidad sea machista, sino que lo son los que tienen que reconocer dichos carismas, pues no los buscan en las mujeres.
Se manifiesta, por tanto, una necesidad de generar un marco común de comportamiento que, consensúe la desaparición de este tipo de terribles prácticas discriminatorias y vejatorias. Se trata de un problema muy complejo: el de la necesidad de una ética común, que desde el respeto de las diversidades culturales y religiosas, pero a la par sin caracteres etnocéntricos y religiocéntricos que la desvirtúen, sirva para acabar en este caso con la discriminación.