12 abril 2007
La búsqueda de un futuro más equitativo. Gioconda Belli
Es un buen tiempo para reflexionar sobre el desarrollo de nuestra especie. Si comparamos los avances tecnológicos con los avances sociales, habremos de decir que mientras por un lado hemos ingresado al futuro de las máquinas inteligentes, por el otro seguimos instalados en los mismos conflictos que han asolado a la humanidad por siglos. Si bien las guerras han cambiado de estilo, no gozamos todavía de la anhelada paz mundial. Si bien hoy nos comunicamos globalmente, las comunicaciones personales y comunitarias parecen haber dado paso a la despersonalización y al aislamiento. El contacto físico está siendo sustituido rápidamente por el correo electrónico, los mensajes instantáneos y los celulares. En un mundo dividido entre países ricos y países pobres, hay quienes avanzan hacia el futuro y otros que permanecen aferrados a un pasado tribal, estático y anacrónico, ya sea por razones religiosas o por una miseria económica que no les permite el acceso a los recursos necesarios para insertarse en lo que consideramos progreso.
En pocos grupos humanos esta dicotomía entre pasado y futuro es más evidente que entre las mujeres. Desde los años de la liberación femenina en los 60 hasta el presente, las mujeres hemos venido haciéndonos sentir a saltos y tumbos en el panorama de la humanidad. Aunque hoy más que nunca se reconozca que la humanidad debe incorporar lo femenino, los roles sexuales se resisten a ceder paso a una perspectiva más equitativa. La lucha en estos últimos años parece haber abandonado la esfera de los dos sexos: masculino y femenino, para reclamar los derechos de otros géneros marginados: los gays, las lesbianas, los transexuales. Mientras se avanza en los derechos de éstos, la lucha ancestral de las mujeres por su pleno reconocimiento social se ha estancado.
El magnífico feminismo que desencadenó, en el siglo XX, una de las revoluciones menos reconocidas pero más fundamentales en nuestra historia universal, se ha quedado rezagado y su debate ha dejado los asuntos de fondo para concentrarse en reivindicaciones puntuales. El derecho al aborto, importante como es, ha pasado a ser —involuntariamente, me parece— el eje definitorio del feminismo moderno. Estar a favor del aborto es lo que identifica ahora a las mujeres feministas de las que no lo son. Esa mirada reduccionista y limitada, pero capaz de encender y agitar los ánimos, ha forzado al feminismo a atrincherarse y a asumir un discurso defensivo.
Nacidas con las ventajas con las que sus madres, con sus batallas desmesuradas e incansables, las proveyeron, las mujeres jóvenes, en su mayoría, no se sienten, ni se identifican con el feminismo. Más bien son presas fáciles de los discursos conservadores que satanizan el deseo de las mujeres de desarrollar al máximo su potencial, advirtiéndoles sobre el daño que su ausencia del hogar representará, no sólo para sus hijos, sino para sus propios deseos de amar y ser amada. Es así que hoy la mujer moderna reivindica sin problemas su derecho a la más superior y exquisita educación, pero no parpadea cuando se trata de archivar sus títulos y conocimientos para dedicarse a ser madre de familia.
Al contrario, hay quienes renuncian al mundo público con una actitud incluso desafiante, convirtiendo el regreso al hogar y al rol tradicional en una especie de grito de guerra. ¿Dónde quedaron los planteamientos sobre la necesidad del equilibrio?, se pregunta uno. ¿Pueden acaso cambiar las relaciones sociales si las mujeres no nos encargamos de empezar por hacerle ver al hombre que la primera justicia por la que tiene que luchar es la que debe existir en el seno de su propia familia? ¿Por qué tiene que ser la mujer la que asuma casi por completo la responsabilidad por los hijos, si el hombre también los engendra y también se enriquecería como persona integral si se involucrara en su cuidado? ¿Cuánto bien no le haría al macho suavizar su testosterona con unas gotas de ternura maternal arrullando a sus hijos, cambiándoles pañales, dándoles de comer? Pero estas tareas, para el hombre, siguen siendo excepcionales. Los que las realizan lo hacen con la conciencia de que no les competen propiamente, lo hacen para demostrar cuán buenos son y cómo “ayudan” a sus esposas.
La mayoría de las sociedades actuales, a excepción quizás de las escandinavas, aceptan la división del trabajo ancestral entre hombres y mujeres como un hecho inamovible, como un hecho natural. En las sociedades escandinavas esta situación ha cambiado porque las mujeres, presentes en la política en números inconcebibles en otros países, han forzado el cambio de mentalidad. Al nacer un niño, por ejemplo, a la pareja se le concede un año de licencia: seis meses para la mujer y seis meses para el hombre. El compromiso de cuidar a los hijos pasa a ser inherente así a la paternidad, igual que lo ha sido desde siempre para la maternidad. Tanto las empresas como sus empleados —hombres y mujeres— planifican sus horarios y edificios tomando en cuenta sus necesidades familiares, es decir, estructurando horarios flexibles y construyendo guarderías infantiles en sus instalaciones. Pero estos cambios destinados a promover un nuevo sistema de relaciones dentro de las familias, son sólo un sueño en el resto del mundo. En la mayoría de los países, las mujeres deben confrontar, al momento de decidir si se reproducen o no, la realidad de que la maternidad significará para ellas una reducción efectiva de sus ventajas en el mundo laboral. No es de extrañar que las tasas de natalidad hayan bajado tan estrepitosamente en los países industrializados.
Uno no puede menos que preguntarse si la tendencia actual a que las mujeres renuncien a la libertad que tanto les costó ganar, para volver a los roles tradicionales, no es el resultado de las barreras que han levantado los hombres dentro de sus mundos corporativos para proteger sus espacios y asegurarse de que esa competencia femenina, que se avizoraba como una potente marejada en los 70, se viera forzada a desistir de sus intentos de igualdad al verse de cara a realidades tales como la “doble jornada”, o la cacareada “soledad de la mujer exitosa”.
De más está decir que, en muchas regiones del mundo, este conflicto entre hogar y trabajo, vida pública o vida privada, ni siquiera representa una opción para tantas mujeres que aún viven sus vidas en condiciones de virtual esclavitud, sometidas arbitrariamente a bárbaras costumbres sancionadas por usos culturales o religiosos. Que en el siglo XXI la humanidad acepte aún los crímenes de “honor”, las lapidaciones, el encierro y falta de derechos con los que existen miles de mujeres en el Medio Oriente, Asia, África y América Latina, es una muestra de lo sesgado que es el concepto de civilización y desarrollo, y de la tolerancia con que el mundo patriarcal justifica su incapacidad de demandar un trato humanitario para las mujeres cuando es capaz de imponer embargos y desencadenar guerras en nombre de amenazas, a menudo fabricadas, que convienen a sus intereses políticos.
Paradójicamente, lo que podríamos considerar como la crisis del movimiento femenino o sea las dudas y angustias que llevan a la mujer hoy en día a renunciar frecuentemente a su vida pública en aras de las labores que le han valido reconocimiento universal ad eternum, contiene, desde un punto de vista optimista como el mío, la semilla de una nueva propuesta. Me he preguntado a menudo si un mundo femenino sería diferente; si haría falta, dentro de toda esta tendencia a globalizarnos y entrar a cualquier precio en el futuro tecnológico, introducir la ética femenina: una ética de compasión, de conciliación, de cuidarnos los unos a los otros, una ética maternal. Quizás las mujeres que hoy abandonan sus trabajos para retornar al hogar no estén dispuestas a renunciar a esa ética y equivocadamente, a mi manera de ver, pretenden tapar el sol con un dedo refugiándose en el solaz de una intimidad donde aún pueden pretender que sus cualidades matriarcales salvarán al menos a sus pequeñas familias. La realidad, sin embargo, es que ese tipo de comportamiento de avestruz sólo ayuda a perpetuar la problemática de la desigualdad y no librará a sus hijas de enfrentarse a esa desgarradora opción entre el desarrollo de su potencial o el sacrificio de éste en aras de la crianza de los hijos. A las mujeres de hoy, todavía en los inicios del siglo XXI, nos urge volver a refrescar los profundos contenidos emancipadores de las feministas de mediados del siglo XX y volver a plantearnos el asunto de la igualdad, no meramente como una lucha por la mejoría de nuestro género, sino como una necesidad vital de la humanidad de renovarse a partir de un pensamiento hasta ahora relegado a los espacios privados. El mundo moderno con su crisis de valores necesita de la experiencia acumulada de las mujeres en el terreno de la conciliación, del diálogo, de volver a priorizar las relaciones humanas, a ser buenos vecinos, a cuidar a los enfermos, defender a los débiles, de cuidarnos los unos a los otros. Pero no serán las estructuras actuales del mundo laboral o del estado las que nos permitirán a las féminas, porque sí, una mayor incidencia en la vida pública. Construír las condiciones que, sin obligarnos a desnaturalizarnos o masculinizarnos, nos permitan una plena participación en nuestras sociedades requiere de la redefinición de los roles paternales y maternales dentro de la familia; requiere de una agenda política que obligue a las sociedades modernas a concebir la reproducción y crianza de los futuros ciudadanos como una responsabilidad colectiva, esencial para la felicidad y armonía del conjunto, y que no puede depender del “sacrificio generoso” de la mitad de la humanidad. Para lograr el nivel de conciencia que estos cambios requieren, es preciso que las mujeres asumamos un papel más activo en las instancias de poder local y nacional. Somos las mujeres, con nuestra inventiva y creatividad, las que debemos volver a las trincheras que hemos abandonado. Sólo así seremos protagonistas en la construcción necesaria de un mundo mejor para todos.
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1 comentario:
A veces cuando hablo con este o con aquél de algún asunto social comprometido me dicen que peco de optimista o de utópico y me encanta que sea así pues las revoluciones se fundamentan en abordar las situaciones de injusticia que “siempre han sido así y por tanto es imposible que las cosas cambien”
Al igual que una mentira mil veces contada puede tomar visos de “verdad”, como aquella barbaridad que postulaba vergonzantemente la inferioridad del salvaje negro africano respecto al ultrarreligioso, parcialmente moral y pacato blanco que puede esclavizarlo (cosa que creyeron muy firmemente sociedades enteras pretendidamente civilizadas y que vivieron hace escasamente un siglo y medio), una contraposición firme, difundida hasta la extenuación y sustentada en dos verdades, como la no superioridad del hombre respecto de la mujer y la de la clara igualdad de la mujer respecto al hombre en todos los ámbitos sociales, económicos, laborales, de ocio y de negocio, de vida familiar e individual, hará que esas cosas que supuestamente no pueden cambiar, cambien.
Porque se puede, porque es necesario, porque es urgente.
Por eso hay que ser optimista hasta la osadía e incluso utópico hasta lo surrealista, que es la mejor vía para desarrollar la clarividencia a futuros muy lejanos y así convertirlos en próximos adoptando a su vez posturas, vías para hacerlos realidad, no solo para concienciarse sino para arremeter; no solo para solidarizarse con aquellas sino para combatir a estos; no solo para decir “Señor, Señor: ¿a dónde vamos a llegar?”, sino para exclamar gallardamente:
-- “señor”: ¡hasta aquí hemos llegado!
Yo de todo esto sé muy poco pero intuyo mucho. Creo que los avances tecnológicos despersonalizan, es verdad, pero por contra, en no pocas ocasiones, acerca. Se han perdido las misiva manuscritas, tan aromáticas, para ser sustituídas por el correo electrónico. Pero hoy en día, si me levanto de la cama con ganas de escribirme con una amiga que vive en Australia, puedo hacerlo y ella leer mi carta antes de que yo desayune y me quite las legañas. Si no dispusiese de esta facilidad, el inconveniente de salir a comprar el sello, el sobre, buscar el buzón, haría que muchas de las más de mil de cartas que he escrito últimamente hoy no existirían.
Estoy convencido de que la enorme ventana abierta que proporciona Internet acortará muchos caminos hacia la libertad, limará muchos barrotes que encarcelan ideas, dará acetona a muchos esparadrapos que amordazan expresiones y los harán caer.
Por eso hay que expresar, difundir sensibilidad, hacerla llegar a todo rincón. Y cuando hablo de sensibilidad hablo de revolución, para instaurarla allí donde no la hay, tomando la revolución como medio y la sensibilidad como fín.
La religión es y ha sido siempre la herramienta, el cimiento y las paredes de las celdas donde se ha arrinconado a la mujer, convirtiéndola a ella en custodia y difusora menor, supervisada por el hombre, de las ideas que la encorsetan, la esclavizan. Siempre me ha sorprendido ver cómo mentes simples son capaces de destruir voluntades, de hundir autoestimas, de convencer a otra persona que no tiene una valía que en realidad le rebosa por todos sus poros. Y si estas mentes simples, como la de cualquier maltratador, son capaces de conseguir esto, individualmente, con tosquedad, respecto a sus compañeras, ¿qué no puede lograr una legión de hombres que apartaron para su disfrute todo el conocimiento, toda la cuestión política y jerárquica, organizándose y estructurándose a lo largo de siglos y siglos, estableciendo un modo de vida tan definido en el que parece imposible introducir ningún cambio y logrando, además, que toda modificación pretendida suponga una afrenta a un ente supremo, creador, legislador, que otorga al hombre el poder y el mando, y relega a la mujer a la virtud de la sumisión, el recogimiento y la piedad?
Lo primero de todo: cuestionar la religión y desestructurar algo no ya caduco sino que nunca debió existir. Podríanse guardar legajos sacros en museos y conservar si se quiere el folclore para teatralizarlo, pero sí cortar de raiz toda unión pía con la puesta en práctica predicativa. Conservar sus máximas enmarcadas en la historia, para comprender de dónde venimos, quiénes fuimos y cómo fuimos capaces de evolucionar, pero no dar pábulo ni un día más a culturas que pueden y deben quedar enterradas. Al igual que día a día desaparecen especies animales como consecuencia de la variabilidad del entorno ecológico, la evolución del pensamiento racional y con ello, indefectiblemente, el sensible que lleva a entender la injusticia, aboca a atacar sin piedad cualquier frontera aparentemente insalvable pero que puede y debe ser derribada.
Yo comprendo que Irlanda con su catolicismo, que Norteamérica con su conservadurismo, que Irán con su integrismo, que África con su tribalismo perderían mucho sabor si se les desprovee de su cultura sustentada en la religión, pero qué diablos, ¿no hemos guardado nuestros preciosos discos de vinilo, durmiendo Karina y Tony Ronald en lo alto del armario dejando lugar a nuevos conceptos y formas musicales?
Al altillo el Corán, al desván la Biblia. Al baúl de los malos recuerdos las lapidaciones, los latigazos, las ablaciones, los “y tú te callas porque yo lo digo”. A la mierda el donjuanismo arturofernandesco, o que se quede con él quien quiera conservarlo, peor para ella; precios muy altos de sumisión y entrega se pagan a cambio de un ramo de rosas o una galantería tantas veces pronunciada que se convierte en una fórmula, una moneda de cambio con fines poco menos que únicamente sexuales.
Claro que esto no se consigue del martes al jueves. Esto no es como cocinar un besugo: lleva tiempo, entrega y ardor, conocimiento, reflexión, templanza y capacidad de escucha para poder ejercitar la de proclamar; osadía y ejemplo, educación y convicción firme, y no confundir nada de esto con la guerra de sexos que, considero, es absurda e inadecuado, más propia de seres heridos que lanzan un aullido puntual de protesta, muchas veces generalizado y mal dirigido que de personas que tienen una concepción global de las cosas, amplia y con visión de futuro y sin límites de tiempo ni distancia.
Creo que no se trata de remendar armazones sino de reconstruir el barco entero. Hay en realidad dos luchas: una, le de hoy para mañana, la de modificar actitudes, la de rebelarse ante convencionalismos que nos atañen a nosotros y a nuestros vecinos; a hacer pensar, consiguiendo reflexión en nuestro entorno, concienciación y, en algunos casos, militancia; otra lucha: la de hoy para cuando ya estemos muertos. Es la labor de sembrar semillas cuyo roble frondoso de razón y equidad, tardará décadas en tomar forma y vigorizarse. La de construir escuelas de pensamiento y actitud. No veremos los resultados pero tampoco construímos para nuestro propio bien o el de nuestras hijas sino para el de generaciones venideras. Claro que podemos hacer algo por nuestras hijas: educarlas en la independencia de pensamiento y movimiento, respetándolas y no instrumentalizándolas para que sepan hacerse respetar y no dejarse manipular; transmitiendo valores humanos y sensibles, de fortaleza y amor para que vivan en el amor, sí, pero no en la debilidad. Enseñándoles a no creer ni siquiera en lo que cree su madre o su padre y que lo cuestionen todo, que lo rebatan todo, de forma que construyan por sí mismas su propio pensamiento libre e independiente, inmune a tópicos, dogmas, inasequible a cualquier clase de maltrato que resultaría intolerable para alguien que ha crecido en la confianza, la calidez, el diálogo y siempre con una identidad propia, tanto como persona como de mujer.
Seguiré, que tengo que hacer la comida.
Al.
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